Es Aristóteles el primero en dar una exposición crítica de la noción pitagórica de las armonía de las esferas: “Debemos ver evidentemente, después de todo lo que precede, que, cuando nos hablan de una armonía resultante del movimiento de esos cuerpos, igual a la armonía de sonidos que se entrelazan, se está haciendo una comparación muy brillante, sin duda, pero vana; esa no es la verdad de ningún modo. Hay en efecto gente [los pitagóricos] que se figura que el movimiento de cuerpos tan grandes [los planetas] debe producir necesariamente ruido, pues escuchamos alrededor nuestro los ruidos que hacen cuerpos que ni tienen tanta masa, ni una velocidad igual a la del Sol o la Luna. Por ello, uno se cree autorizado a concluir que astros tan numerosos e inmensos que aquellos que tienen este prodigioso movimiento de traslación, no pueden andar sin hacer un ruido de una intensidad desmesurada. Admitiendo en principio esta hipótesis, y suponiendo que estos cuerpos, gracias a sus distancias respectivas, están por sus velocidades en la misma proporción que las armonías, estos filósofos llegan a pretender que la voz de los astros, que se mueven en círculos, es armoniosa. Pero como sería muy sorprendente que nosotros no escucháramos esta pretendida voz, nos explican la causa, diciendo que ese ruido data para nuestros oídos desde el momento mismo de nuestro nacimiento. Esto hace que no distingamos el ruido, es que no hemos tenido nunca el contraste del silencio, que sería su contrario; pues la voz y el silencio, se hacen así distinguir recíprocamente el uno del otro. Pero, al igual que los herreros, por el hábito del ruido que hacen, no se dan más cuenta de la diferencia, así igualmente, dicen, sucede a los hombres. Esta suposición, lo repito, es muy ingeniosa y muy poética; pero es absolutamente imposible que sea así.” (Aristóteles, “Tratado del Cielo”, II, cap 9, 290).